Antígona, rebelde e íntima (5/7. Autoridad)

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Parte 5: Autoridad

En la antigua Grecia, los hombres se conocen y se reconocen a los ojos de su familia, de sus seres queridos, de su comunidad. Las mujeres se reservan el espejo, que empezó con la belleza, la feminidad y la seducción. La reflexión está en todas partes. “No hay lugar que no te vea” escribe Rilke. ¿Podemos existir sin reflexión? ¿Podemos ser conscientes sin conocernos a nosotros mismos? El hombre no debe verse en el espejo por temor a ser absorbido por su imagen. Esa imagen que logra hacernos olvidar que estamos ahí. Si pensamos lo que vemos, lo escuchamos, resuena en nosotros y lo soñamos también. Nuestra imagen se nos escapa en cuanto la vemos. Así la mujer se acomoda en el espejo cuando el hombre podría perder allí sus cimientos. El sueño, binomio de la memoria, encubre el tiempo y lo adormece. ¿Qué vimos y cuándo? La mirada y la reflexión y la imaginación se interpenetran y no pueden disociarse. Ver y conocerse se funde entre los griegos. Ver, conocerse... pero no demasiado, porque si el hombre es una maravilla, en el sentido de incidente, de fractura fascinante, también disimula su propio terror, se extermina y se tortura a sí mismo, y es precisamente el único “animal” en este caso.

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