Contra los robots

El diario de viaje de Emmanuel Di Rossetti


Oración, todas las mañanas del mundo.

La oración de la mañana brilla. El cuerpo está goteando para honrar el nuevo día. La mano devuelve las portadas, convocadas para esperar a que la revolución del día encuentre un uso. Rechazados, arrugados, se hundieron, volcó en la cama cuando el cuerpo se encuentra en el esplendor del día naciente. Momento eterno que se reproduce mientras la vida fluya hacia las venas y proporciona esta respiración cuya ausencia rima con la muerte. El cuerpo se pone y se casa con la oscuridad para deslizarse sobre el colchón y dejar que los pies toquen el piso. ¿No se vacila este suelo? El hábito causa la oscuridad de la habitación al negarle su misterio. La mano encuentra los pantalones y el suéter que vestirá el cuerpo torpe para encontrar el movimiento cuando se usó a la inmovilidad de la noche. De repente, el espacio tiene volúmenes definidos y precisos a los que es mejor no competir. La oscuridad observa no perder sus fortificaciones y espera recuperar algo de terreno en su lucha contra el día y contra la agudeza visual que se está adaptando lentamente a la falta de luz.

El corredor continúa. Te permite avanzar hacia la mayor aventura del día. Unos pocos pasos y el pasillo termina. El cuarto de baño. Un poquito de luz. Muy poco. Tienes que despertar, pero no despiertes a nadie. Este encuentro vuelve cada mañana en todo el mundo, íntimo, sin alardes. El cuerpo descubre el amanecer del día, deja la noche y su océano de inconsciencia para bañarse en la nueva fuente.

Por fin, la sala de oración. La tenue luz que se filtra revela el tríptico: la Virgen con el Niño, rodeados por los arcángeles Miguel y Gabriel. Una luz suave, como un atardecer mediterráneo. Al arrodillarme en el reclinatorio, llega el momento crucial. Mis rodillas crujen y claman por clemencia. El esfuerzo muscular necesario para sentarme sobre el cojín desgastado del reclinatorio de madera permite que mis extremidades se familiaricen con esta nueva posición. Hundirme en la oración, manteniendo la dignidad que exige. Dejar que mi mirada recorra el altar compuesto. Contemplar la luz cálida de la lámpara sobre el icono agrietado. Ver el rostro de Cristo en esta pintura del siglo XIX y su dedo señalando discretamente su corazón misericordioso. Reconocer la Trinidad de Andrei Rublev. Pensar en el genio de Tarkovsky y en todos los santos locos. Dejar volar mi mente como en una novela de Antoine Blondin. Rememorando aquel contrato mal firmado, el caos del trabajo y las relaciones humanas. Intentando ignorar el crujido de mis rodillas, que implora consuelo. Olvidando aquella llamada, cuyas palabras impactaron como un mazazo. Dejándome llevar por la desesperación tras el horrible día de ayer, cuando semanas de trabajo se esfumaron. Lamentando este cansancio interminable, anhelando escaparme con unas vacaciones que nunca llegan… ¿Cómo es posible que tantos pensamientos se arremolinen en la mente humana, que no deja de dar vueltas y vueltas, de cultivar sus ideas, sus conceptos, esta forma de ver el mundo, los días que se fueron, los que están por venir? ¡Qué dicha la de estos sentidos, estas impresiones visuales, táctiles, auditivas, gustativas y olfativas, que regresan a nosotros y se instalan en nuestra memoria, donde reside nuestro espíritu! ¡Qué poesía!

Los pensamientos borran cualquier dolor de rodillas o la artrosis que se pega allí como una concha a su roca. Pero, después de la tormenta de recuerdos y esperanzas, llega el momento de la esperanza y el recuerdo. Desborda recuerdos y esperanzas en cien codos, en profundidad, en longitud, en anchura y en altura. A decir verdad, es muy difícil decir cuánto los supera, porque no hay nada con qué compararlos. El alma siente una oleada de shock ante la idea de esta comparación. Nada se puede comparar con la esperanza y el recuerdo. Sería como comparar el cielo con la tierra. Eso no sería apropiado. ¿Cómo puede vivir así la gente que no cree, dejando de lado su alma? ¿Cómo pueden cubrirlos con tantos artificios que ya no resuenan lo suficientemente fuerte como para despertarlos? Esto está más allá de la comprensión.

La oración filtra los pensamientos iniciales. Aquellos que resuenan y descienden a un abismo sin fondo. Aquellos que siguen resonando incluso cuando ya no los oímos. Ideas del más allá que transforman la vida cotidiana, la influyen y la profundizan. ¿En qué tiempo y espacio se expresa la vida? Creemos que está aquí, pero está allá. La concebimos distante, absorta en la teoría, y sin embargo la práctica triunfa al abrazar pensamientos y acciones. Estamos ausentes de nosotros mismos. Tan a menudo. Tan profundamente. Guardemos silencio. Y si lo logramos, si nos permitimos ser absorbidos por este amanecer que avanza y gime, que da a luz al día y a la vida, el amor llega inesperadamente, nos envuelve y nos une. Este es el fruto de la oración. Hay un momento que surge y que nos espera a pesar de nosotros mismos. Desde ese instante, ninguno de nosotros volverá a ser el mismo. Un momento del que no hay verdadero retorno. La belleza de este encuentro íntimo, en el que solo el amor emerge victorioso, ordena el mundo. Nos gustaría evitarlo, porque el tiempo apremia, hay tanto por hacer, los segundos se suceden rápidamente, el mundo nos impone órdenes y somos víctimas de nuestra estructura decadente.

A veces también, cuando los pensamientos se disipan, la espera nos lleva a la desesperación. Se perdió la cita. Se hace esperar a un participante. Sin embargo, la mente lo exige. Esperamos y nos impacientamos. Vendríamos a mirar la hora. Pateamos con los pies. Hasta el momento en que nos damos cuenta de que no es el lugar correcto, que nos hemos equivocado, que nos hemos descarriado. Por experiencia debemos saber que si la cita no se produce, nunca es culpa suya, sino nuestra. No nos pusimos a disposición. El único momento de nuestras vidas en el que debemos ausentarnos para asistir.

Jamás se revela la criatura con tanta plenitud. Todas sus debilidades al descubierto. Todas sus fragilidades expuestas. Nada la protege ya, pues nada podría empañar el momento. El día se desliza y se funde con la luz de la noche. Las sombras furtivas se deslizan sobre el rostro de la Virgen. La espada de San Miguel reluce, lista para servir. El zertsilo del Arcángel Gabriel, donde Cristo contempla, señala el camino siempre presente a seguir. Todos estos pensamientos, estas emociones, estos sentimientos nutren y son nutridos, conscientes de su importancia. Ningún orden los gobierna. La inmensidad de lo que revelan y la pequeñez de su recipiente asustan, pero también subyugan. Todo lo que se ha dicho, todo lo que se dirá, todo lo que no se ha dicho, todo lo que pudo haberse dicho, se concentra y se extrae, reducido a la nada. La oración apenas comienza. Se anuncia. Los ojos se cierran. Entramos con cautela en nuestro interior. Allí hay un santuario que nos inquieta. ¿Encontraremos lo que buscamos? Señor, en el silencio de este amanecer, vengo a pedirte paz, sabiduría y fortaleza… No debemos esperar nada para encontrar en ello cada novedad. Las palabras, de repente, flaquean. Ya no tienen peso. Comienza la oración. Extingue todo lo que no es ella misma: el silencio. La profundidad del silencio. La intensidad abismal del silencio. El silencio que completa todo lo que está presente en él. El silencio que reina para su amo: el amor. Entonces, comienza la oración, cuando el amor se despliega y llena cada vena, cada órgano, cada fibra de nuestro ser para establecer la primacía del Creador sobre la criatura. Nada más existe. El corazón se desborda de alegría. Nada más puede existir, pues todo es incongruente comparado con ese momento, que no es ni sentimiento, ni emoción, ni pensamiento. El universo se empequeñece y se acorta. Hay un momento que no existe, pero que volverá con la próxima entrega. Hay un momento que da a la vida su pleno significado. Allí, en el corazón de la oración, vibra el amor, una joya que todos poseemos, pero no por huir, sino por rendirnos. Allí nada se adquiere, todo se ofrece. Poco a poco, al dejar de acceder a él, nos hemos convencido de que no existía o de que ya no existía. Creíamos que la ciencia era más fuerte que esta nueva religión. Incluso la ridiculizamos, pues no bastaba con olvidarla, había que denigrarla. Sin embargo, quien se deja cautivar por ella se transforma, se metamorfosea. Rechazarlo es morir lentamente. Morir para Él. Para siempre.

La oración influye en toda la vida devolviéndole su sencillez, lo maravilloso.


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Una respuesta a “Oración, cada mañana en el mundo”.

  1. Bellísimo y grandioso texto, desde el levantamiento muy detallado, vivido, hasta lo sublime de la oración en silencio, con el Señor. Grandeza y armonía. Te sientes mejor después de leerlo.

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