
La oración de la mañana brilla. El cuerpo está goteando para honrar el nuevo día. La mano devuelve las portadas, convocadas para esperar a que la revolución del día encuentre un uso. Rechazados, arrugados, se hundieron, volcó en la cama cuando el cuerpo se encuentra en el esplendor del día naciente. Momento eterno que se reproduce mientras la vida fluya hacia las venas y proporciona esta respiración cuya ausencia rima con la muerte. El cuerpo se pone y se casa con la oscuridad para deslizarse sobre el colchón y dejar que los pies toquen el piso. ¿No se vacila este suelo? El hábito causa la oscuridad de la habitación al negarle su misterio. La mano encuentra los pantalones y el suéter que vestirá el cuerpo torpe para encontrar el movimiento cuando se usó a la inmovilidad de la noche. De repente, el espacio tiene volúmenes definidos y precisos a los que es mejor no competir. La oscuridad observa no perder sus fortificaciones y espera recuperar algo de terreno en su lucha contra el día y contra la agudeza visual que se está adaptando lentamente a la falta de luz.
El corredor continúa. Te permite avanzar hacia la mayor aventura del día. Unos pocos pasos y el pasillo termina. El cuarto de baño. Un poquito de luz. Muy poco. Tienes que despertar, pero no despiertes a nadie. Este encuentro vuelve cada mañana en todo el mundo, íntimo, sin alardes. El cuerpo descubre el amanecer del día, deja la noche y su océano de inconsciencia para bañarse en la nueva fuente.
Finalmente, la sala de oración. La pequeña luz que se desliza y revela el icono del tríptico, una Virgen con el Niño, rodeados por los arcángeles Miguel y Gabriel. Una luz suave como la de un sol mediterráneo poniente. El descenso de rodillas al reclinatorio revela el momento de la verdad. Las rodillas crujen y suplican clemencia. La fuerza muscular desplegada para descender sobre el desgastado cojín colocado sobre la madera del prie-dieu permite a los miembros familiarizarse con esta nueva posición. Encorvarse manteniendo la dignidad requerida por la oración. Deja que tu mirada recorra el altar compuesto. Contempla la luz amaderada de la lámpara sobre el ícono agrietado. Vea el rostro de Cristo en esta pintura del siglo XIX y su dedo indicando discretamente su corazón misericordioso. Reconociendo la Trinidad de Andrei Rublev. Pensemos en el genio de Tarkovsky y en todos los necios de Cristo. Deja que tu mente divague como en una novela de Antoine Blondin. Revisa este contrato mal firmado, el caos del trabajo y las relaciones humanas. Tratando de ignorar esas rodillas crujientes que piden consuelo. Olvídese de esa llamada telefónica en la que cada palabra sonaba como un martillazo. Déjate invadir por algunas notas de desesperación por la vida después de aquel horrible día del día anterior en el que todo el trabajo de varias semanas quedó reducido a la nada. Lamentando este cansancio que nunca termina y que anhela ser barrido por unas vacaciones que no aparecen en el horizonte... Cuántos pensamientos giran y giran en el cráneo humano que no puede dejar de dar vueltas y engatusar sus ideas, sus conceptos, este camino del mundo, los días pasados, los que vendrán? Qué maravilla que estos sentidos, todas estas impresiones visuales, táctiles, sonoras, gustativas o olfativas regresen y formen la memoria, donde reside el espíritu. ¡Qué poesía!
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